EL JUEGO DEL BARICOKE (capítulo 16)



CUANDO REGRESE LO QUIERO TODO IGUAL

Georg Ancarola no tardó en enterarse del incidente, y tan pronto como le fue posible, en uno de sus viajes de negocios a Italia adquirió para regocijo y sorpresa de su hija una exquisita selección de teselas. Durante varias semanas Gadea abrió meticulosamente la caja que contenía los pequeños mosaicos policromos pero para decepción de todos los habitantes de la hacienda que esperaban la inminente aparición de una prodigiosa obra de arte, tan sólo pudieron observar como la niña se limitaba a ver las piezas durante largo rato.

Habían pasado algunos meses y como Gadea no dio muestras de ningún don artístico extraordinario ya nadie esperaba al respecto ninguna sorpresa. Cierto Día Gadea no asistió a su habitual recorrido por los talleres de la hacienda, circunstancia que le extrañó mucho a Melissa pero creyendo que la niña estaría con su abuela no le dio ninguna importancia hasta que llegó la mismísima Apel a la factoría de fragancias preguntando por su nieta.

-Gadea no ha venido para nada –dijo Melissa desconcertada. -¿Cómo, no está contigo? -Añadió la mujer muy alarmada. –No, pensé que estaría aquí. Cómo agua va salieron las dos mujeres a buscar a la niña. En cinco minutos habían movilizado a todos los peones y mujeres de la hacienda que daban gritos de Gadeeeeeeeeea por todos los rincones. Ante la alharaca Epifanía que había visto a la chiquilla salió al encuentro de Apel quién se dirigía presurosa, abriéndose atropellado camino por entre las plantas crecidas de berenjena.

Pensó que seguramente Gadea estaría en el huerto de naranjos subida hasta lo alto de la rama de un árbol cavilando sobre la espesura de la fronda, o tal vez meditando en las perfectas líneas que se dibujan a la distancia en los terrenos del plantío y que suelen reunirse todas a lo lejos en un mismo punto, o en cualquier otra cosa que ella con frecuencia solía inquirir y que siempre obtenía por parte de su abuela como única respuesta un “no debes hacer preguntas de las que solo Dios conoce la respuesta”. Apel pensaba en su intrépida carrera que ya era necesario ponerle un correctivo a su nieta, tal vez suspenderle sus visitas al taller sería un buen castigo. Idea que desechó al instante porque estaba segura que sería desaprobada por su hermana Melissa.

-Ama, ama -le gritó la esposa de Giraldo- la niña Gadea está junto al granero. Apel le gritó a lo lejos a Melissa quien de inmediato se movilizó seguida de un tropel de curiosos. La primera en llegar fue Apel, le siguió Melissa y en un santiamén, junto a las dos mujeres, prácticamente se había congregado toda la hacienda. –Gana el rojo -decía Gadea- que sentada en el suelo arrojaba unas semillas de albaricoque sobre una especie de tablero que había hecho con las teselas.

Todos en silencio la escuchaban mientras veían como después de arrojar las semillas pacientemente contaba los colores que habían sido tocados por las ovaladas pepitas mientras que en otro tablero parecía registrar los resultados. De nuevo arrojaba las seis semillas que chocaban acompasadas sobre el teselado haciendo un ruido compacto, tenue y seco. Gadea suspiraba muy callada, y presto veía las semillas sobre la retícula colorida. Satisfecha, sin perder de vista el marcador -exclamó– amarillo, azul. Indicó los colores de su tablero en la guía del marcador y anotó en un pedazo de tela cruda unos números. Hasta ese momento descubrió que estaba siendo observada por todos los de la hacienda. Los miró sorprendida y sin más, ajena a lo que pasaba se levantó del piso. –No me toquen nada -dijo con gran elocuencia, voy al taller de fragancias y cuando regrese lo quiero todo igual.

Como Gadea había tomado la costumbre de jugar en el piso del granero al “baricoke”, nombre que discurrió para su peculiar pasatiempo y dado que el otoño comenzaba a despedirse con un vientecillo un tanto frío y húmedo, Apel mandó pegar en la superficie de una mesita las 81 teselas del juego tal cual había sido inventado por su nieta. Además la solícita abuela le pidió al ebanistero que realizara un pequeño taburete de superficie un tanto inclinada donde debía pegar tres líneas de 9 teselas todas de diferente color. Las líneas quedaban paralelas una sobre otra separadas tan sólo una palma de distancia.

Sobre ellas, Gadea ponía marcas que indicaban el registro y cálculo para cada turno. Una caja con cubierta contenía las teselas sobrantes de todos los colores. Dos sillas completaron el espacio lúdico infantil que junto a la ventana del salón de costura resultaba un espacio verdaderamente acogedor. De tal modo, a media tarde, Gadea se aferraba en delirantes contiendas con su peculiar juego y para beneplácito de ella, siempre ganaba.

¿PUEDO JUGAR?

A Georg no le agradaba la idea de ver a su hija de tan sólo 5 años vivir una infancia tan retraída, frecuentemente le solicitaba a Apel y a Melissa, incluso a Catalina su circunstancial esposa y supuesta madre de la niña para que motivaran su interés por compartir otra clase de juegos en compañía de otros niños. Pero los intentos por parte de las mujeres de relacionar a Gadea con infantes de su edad habían fracasado, simplemente la nieta de Apel optaba por ignorarlos.

El hijo de Apel permanecía cada vez menos tiempo en la hacienda, sus frecuentes viajes dedicados a la banca y al comercio lo mantenían siempre ocupado, no obstante, trataba de permanecer al menos algunos días de cada mes con su madre y su hija. Así, un día, bien entrado el invierno mientras Apel hacía una labor con hilos de seda en un bello entramado con encaje de bolillo, veía con nostalgia a su hijo Georg quién disimulaba leer cómodamente un libro apoltronado en un mullido sillón, no obstante, con el rabillo del ojo el banquero seguía cada uno de los movimientos de Gadea que parecía hablar con alguien imaginario con quién seguramente jugaba al baricoke.

Sin pensarlo más, se acercó a Gadea y le dijo: -¿Puedo jugar?
-Bueno pero tienes que aprender –contestó Gadea.
-Si tu me enseñas yo puedo aprender.
-¿Ves todos estos cuadritos de colores? -Preguntó la niña a su papá.
-Si los veo, son ochenta y uno y hay de nueve colores diferentes, y todos juntos en ese hermoso arreglo que les has dado, forman tu mosaico.
Gadea suspiró y dijo: -hummmm… bueno, voy a tirar las seis semillas sobre el tablero. Las arrojó justo del centro como si ya tuviera marcada la rigurosa distancia entre su mano y las teselas.

–Ahora pon atención a los colores que han tocado las semillas. –Dijo con un tono flemático. Georg observó durante un par de minutos el arreglo de las semillas.
-¿Ya las viste? –preguntó Gadea.
-Si, ¿ahora que debo hacer?
-De esta cajita –dijo acercando una caja que contenía teselas de los nueve colores. -Debes escoger tres colores diferentes que creas caerán en la próxima tirada –e inmediatamente agregó- Yo también escogeré mis tres colores. Hecho esto, tomó las seis semillas del tablero y las arrojó de nuevo.

Ambos clavaron la vista en las teselas finamente pegadas en la mesita de ébano que remataba por los cuatro lados con un pequeño borde de la misma madera tallada. Un ligero vistazo fue suficiente para que Gadea dijera con aplomo: -Perdiste, yo gané dos puntos.
-¿Perdí? –Apenas alcanzó a decir Georg.
-¿Por qué perdí? -Agregó inmediatamente.
-Tres semillas han caído en amarillo, dos en verde y una en azul claro –dijo la niña mientras señalaba con su dedito cada una de las semillas. -Tú escogiste el rojo, el naranja y el violeta.
-Ya veo –reconoció Georg- En cambio tu…
-Yo escogí blanco, negro y verde ¿ves?
-Si.
-Y como han caído dos verdes, gano 2 puntos.

-Tuviste suerte, mucha suerte, bueno probemos de nuevo. Gadea tiró nuevamente las semillas después de que ambos habían seleccionado sus tres colores. En el tablero las pepitas de albaricoque señalaban dos rojos, un azul claro, dos naranja y un blanco. Gadea había escogido rojo, naranja y negro y su papá amarillo, azul fuerte y violeta. Gadea ganaba nuevamente pero en esta ocasión se anotaba cuatro puntos.

Georg supuso que el asunto de ganar o perder radicaba en la forma de arrojar las semillas, así que le interpeló a Gadea el deseo de arrojarlas él.
-Si quieres –dijo escuetamente la niña- Georg tomó las semillas y las frotó ligeramente entre sus manos, después de calcularlo un poco, colocó la mano derecha al centro del tablero y a corta distancia dejó caer las seis pepitas.

Georg había seleccionado el negro, el azul claro y el naranja. La niña el blanco, el verde y el violeta. En el tablero habían quedado de la siguiente forma las semillas, una en rojo, otra en verde, una más en el azul claro, dos en el blanco y finalmente una en el violeta. Aunque Georg había acertado un color, Gadea ganaba nuevamente con cuatro puntos.
-¿Y siempre ganas? –le preguntó el hijo de Apel con cierta curiosidad.
-Casi siempre -¿Y con quién juegas?
-Con nadie.
-¿Entonces a quién le ganas?
-A las semillas –dijo sencillamente Gadea quién se levantó presurosa de su silla cuando vio a su tía abuela entrar a la habitación.
-Tiitameli, tiitamel le dijo y la abrazó.

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