ELIXIR de la INMORTALIDAD (capítulo 13)



LAS LAJAS DE LOS SANTOS DIFUNTOS

Habían pasado algunos meses del trágico incidente en la sierra Tramuntana del cual ya nadie en la plantación tenía memoria. Epifanía, la joven esposa de Giraldo se había hecho cargo de los cuatro críos de Apel, de tal modo que Melissa podía permanecer semanas enteras alejada de la hacienda sin que nadie advirtiera su ausencia. Consecuentemente, mientras Corella se enfrascaba durante horas hundido entre los libros del pasadizo hasta las orejas, la virgencita negra, apelativo con el que el Magister solía llamarle a Melissa, (después de rememorar su insólito encuentro en la explanada de la ermita del Santo Cristo de piedra, durante las festividades de Consagración de la virgen negra dieciocho años atrás) deambulaba meticulosa a lo largo del pasadizo secreto.

Fue así como descubrió la tercera galería que ella designó con el nombre de "Las lajas de los santos difuntos” por las mesetas pétreas apiladas unas sobre otras donde descansaban los restos de al menos setenta monjes cuyas fechas de expiración, las más vetustas tenían una antigüedad de más de un siglo. La última galería, bastante amplia y prolija en lámparas adoquinadas en lo alto de las columnas, estaba repleta de pinturas murales que relataban la historia de la mezquita.

Concluyó la obra el místico Ibn al-Jarim, quién sobrevivió al ataque sorpresivo de Jeremy Ancarola gracias a que en ese momento, al punto de subir al oratorio, el monje tropezó con una escudilla llena de aceite resbalando de tal forma que fue a parar con gran estrépito entre unos enormes cacharros de losa y punzante metal provocándole la abrupta caída una grave contusión en la cabeza. Cuando se recobró el sufí, alcanzó a escuchar el maremágnum desatado en la ermita. Herido e impotente se resguardó tras el pasadizo y sin poder hacer nada esperó la noche. Cuando entró en la galería encontró los cuerpos inertes de los que en vida habían sido sus piadosos compañeros. Con gran esfuerzo bajó los cadáveres a las catacumbas y limpió las huellas de sangre del piso con paños embebidos en almizcle.

El otro extremo del túnel se abría de forma natural frente a las aguas del Mediterráneo a lo largo de una gruta que penetraba caprichosamente casi trescientos metros al interior de las entrañas de la sierra Tramuntana. La boca de la caverna situada a una altura no mayor que lo alto del mástil de un navío estaba cubierta por una espesa vegetación enraizada entre los resquicios de enormes rocas que ocultaban por completo la entrada. Los místicos musulmanes cavaron más de tres kilómetros continuando el pasadizo hasta llegar al sitio donde erigieron finalmente la mezquita.

LA ENIGMÁTICA PIEDRA FILOSOFAL

Prinio Corella sobrevivió dos años al ataque de sus agresores quienes no tuvieron el denuedo de condenarlo públicamente como hereje. Creyéndolo muerto, pronto lo olvidaron con el supuesto de haber borrado al pie del acantilado hasta el último rastro de su calamitosa huella. Qué lejos estaban de sospechar que durante ese tiempo el Magister instruía a una joven de sorprendente sagacidad e inteligencia en la comprensión y escritura del latín, hebreo, y árabe, así como del significado simbólico y secreto de ciertos caracteres antiguos. La otrora niña abandonada de la ermita devoró con tal devoción las obras de Averroes, Ibn Arabi, Raimundo Lull, al-Jwarizmi, Paracelso, y de otros tantos sabios árabes y grandes filósofos griegos, egipcios y persas que pronto pudo establecer doctas conversaciones con el venerable anciano Magister Corella quién temiendo le aconteciera sorpresivamente la muerte, planeó con sabiduría y prudencia la venerable y selecta transmisión de su extensa Magna Obra.

Transmutar los metales viles en oro no le significaba su búsqueda más embriagante, al menos este hecho innegable no lo anteponía como una circunstancia en sí frente a la enigmática Piedra Filosofal. Era el elixir de la inmortalidad el fundamento arrebatado de su perentorio y último aliento. Corella quien más de una vez estuvo muy cerca de la muerte impulsado por una investigación recalcitrante, consumió en momentos de profundo éxtasis porciones de polvo de jade, de té y ginsen mezclado con sustancias de apariencia extraña y metales preciosos que preparaba en la soledad de su inviolable aposento en el monasterio de los Franciscanos en Oxford.

Pero de la misma forma que la práctica de la transmutación del plomo en oro, le fue muy a menudo un secreto simbólico y químico circunscrito en la transformación espiritual del hombre, sabía que la inmortalidad que confería el elixir no era siempre la respuesta de la vida eterna en el sentido propiamente dicho, si no la consciencia transportada a través de una connatural energía mas allá del espacio y el tiempo tangibles.

Pamela detuvo la lectura solo unos instantes para percatarse que afuera, en la playa, el sol del mediodía se encontraba sobre el cenit, su cuerpo se estremeció al escuchar las doce campanadas del reloj que reverberaron con un eco que impactado sonoramente sobre las paredes del salón daba la sensación de que el tiempo se hubiese detenido. En cierta medida este sobrecogimiento intemporal la transportó instantáneamente al lugar y a los hechos que las imágenes del texto recreaban magistralmente en su imaginación.

LOS CUATRO INICIADOS

Frente a las aguas azules del mediterráneo, muy cerca de la embocadura de la gruta, Melissa ve llegar a lo lejos a los cuatro iniciados que Corella ha convocado para cumplir con la Gran Enseñanza Hermética. La joven sin pronunciar palabra trepa diestramente el solapado peñón seguida por Eliphas el Magnífico, físico célebre, teólogo y médico polaco. Tras él, taciturno y cauteloso, casi a horcajadas sobre las raíces sujetas entre las rocas escala el pretil de la caverna, el sabio astrólogo Cosme de Menfis dejando caer a su paso, piedrecillas y arena que Arnaldo el filósofo suizo evade con movimientos certeros de su cuerpo. Al final de la columna humana perdida entre el escollo plagado de arbusto y ramas, asciende por el risco Jonathan Von Debra, el eximio alquimista Siciliano quién recientemente había recobrado su libertad tras un penoso destierro en cierto convento de París.

El extenso pasadizo sorprende a los visitantes por su imponente y lúgubre belleza plena de epopeyas, arte y misticismo. El Magister Corella recibe a los sabios extranjeros en la infausta galería de los cadáveres donde permanecen encerrados cuarenta y cinco días con sus noches entre rinconeras repletas de libros que reúnen la ciencia oculta y misteriosa que guarda el Magno Secreto que sólo ellos son capaces de descifrar. Los cinco hombres se mueven ligeros y sigilosos entre las mesas atestadas con redomas, crisoles, retortas y gran cantidad de cucharillas y pinzas amontonadas entre los cacharros de barro vidriado y los numerosos alambiques que esperan la acción de la obra junto al mortero.

En el suelo abundan los fuelles esparcidos junto a los estantes atiborrados de recipientes conteniendo polvo de azufre, vinagre, orina, arsénico, aceite animal, plata, oro, salitre, alumbre calcinado, y mercurio, entre otras raras sustancias que serán vertidas ya sabiamente elaboradas en los vitriolos de cuello largo con espátulas y varillas de madera, que esperan junto a los recipientes de sublimar provocando insanos vapores que el calor de los hornillos desprende mordazmente.

Melissa espera con serena paciencia el desenlace hermético de los iniciados. No muy lejos, ella escucha el ir y venir de los hombres recluidos en la amplia galería que antaño fuera refugio y cadalso de los monjes árabes que buscaron en la mezquita no tan sólo momentos de oración, paz y confort, si no que, con profunda veneración se dedicaron al estudio y a la práctica oculta de la alquimia. Sólo Jonathan Von Debra sale momentáneamente a recibir las viandas que desde temprano Melissa elabora en el fogón de una opulenta cocina. El aroma del pescado, las especies, la fruta y el queso de cabra pierden su perfume al contacto con las fuertes emanaciones que los metales al fuego desprenden.

Del interior de la tierra se engendran y surgen los siete metales alquímicos, oro, plata, hierro, mercurio, cobre, plomo y estaño, que asociados en la bóveda del cielo con el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Venus, Saturno y Júpiter se entronizan con las voces enronquecidas de los alquimistas, cuando éstos oran para que su alma se purifique al igual que la materia en la gran armonía del universo.

El último día, con el venturoso e inexorable hallazgo de la "quinta essentia", cesa el rezumar de los aparatos, el fuego y las sustancias que se han sabiamente preparado. Y así, universal como se escribiera en la Tabla de Esmeralda de Hermes Trismegisto, el Magister Prinio Corella vislumbra en lo hondo de su espíritu que la luz de: Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para hacer los milagros de una sola cosa. Melissa ve partir a los cuatro iniciados que taciturnos recorren su camino por la confluencia de las aguas del mar Mediterráneo, para llegar a las tierras lejanas de donde habían partido.

En la soledad de la mezquita, junto a su lecho mortuorio Melissa escucha con atención la última voluntad del venerable anciano quién con voz entrecortada y casi sin aliento le susurra muy cerca del oído. -Deberás prepararme una cripta en la galería de las lajas de los santos difuntos, deseo que mi abatido cuerpo descanse en compañía de los extintos monjes árabes. Melissa asiente con los ojos húmedos, al tiempo que acomoda un grueso almohadón bajo la encanecida cabeza del moribundo.

Con gran esfuerzo el hombre levanta su mano señalando con el dedo índice una pequeña caja de ébano. Melissa se incorpora, toma la caja y la coloca entre las manos temblorosas de Corella. -Este texto- dijo el anciano sacando un grueso de papeles, -contiene los fundamentos de la Magna Obra, habrás por la gracia de Dios y la virgen Negra de reformar la estructura del documento incorporando de tu propia inteligencia una parte igual de texto.

-Habrás de cuidar- continuó el hombre con voz suplicante, -de no añadir, modificar o quitar nada de su esencia, todo esto de tal modo que tu lenguaje logre apartar al insensato y que no sea tu expresión tan enmarañada que se pierda en la noche oscura del olvido. Cuando concluyas, -continuó pausadamente Corella, oculta el manuscrito dejando una señal en clave para su localización e interpretación.

Melissa abatida y confusa creyó necesario hacerle al anciano un sin fin de preguntas, y en ese momento apremiante y doloroso sólo logró recordarlo como al paciente mentor que le explicaba con tal alegría, modestia y sencillez todas las cosas del mundo, de la ciencia, de los libros y del mismo universo que ella, con cabal resolución anhelaba infatigablemente comprender. Sin embargo, permaneció en silencio sintiendo como su pecho se oprimía ante la misión que el Magister le acababa de confiar. -Por último- dijo el postrado anciano -antes de despedirme debo entregarte algo- Corella sacó de entre sus ropas una alforja de piel de oveja, apenas alcanzó a entregársela cuando expiró su último aliento.

Melissa tomó el talego que hacía un ruido chocante entre sus manos, lo abrió con lentitud, con temor y extrañeza hasta que afloraron exactamente cuarenta y cinco perlas brillantes y esplendorosas, cuyo nácar de tan inusual colorido dotaba a las gemas de una belleza verdaderamente indescriptible.

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