ATRÁS QUEDABA DÖSEN (capítulo 33)




LA LUZ DEL SOL SE APAGÓ


Sophia Brahe preparaba un remedio espagírico con plantas que ella y Kima habían recogido del huerto. La joven mallorquín no perdía de vista los pasos necesarios en la elaboración del reconstituyente, del cual, la incansable horticultora, astrónoma y alquimista hermana de Tycho Brahe, esperaba obtener superiores propiedades terapéuticas del medicamento. El laboratorio de alquimia comenzaba a emitir el olor de la planta viva cortada en pequeños trozos a mano. Todo estaba perfectamente dispuesto en el laboratorio para dividir en sus componentes básicos el “azufre”, “mercurio” y la “sal” filosóficos, de cada una de las hortalizas a las que más tarde se les desecharían todas las sustancias inútiles.

Sophia acomodaba los utensilios de destilación en el fuego para extraer los aceites esenciales. Mediante la emisión del vapor obtendría el “azufre”. Posteriormente la fermentación del resto de la planta y la destilación del alcohol producido darían lugar a la fase del “mercurio”. La extracción de los componentes minerales de las cenizas calcinadas de las plantas, constituiría la “sal”. La dilución de los aceites esenciales en el alcohol y después la disolución de las sales minerales daría lugar a la poción final.

Parecía sencillo pero a Kima le pareció que seguramente una parte misteriosa y mágica estaría implícita en todo el proceso. Ambas mujeres pasaron varios días completamente aisladas en el laboratorio durante la elaboración de la pócima, a tal grado que ni siquiera Kima se percató de la ausencia de su esposo Juanjo Vivot. Un día más relajadas, en su habitación, la joven mallorquín le mostró a Sophia el estuche de las perlas que el Magister Prinio Corella le obsequiara a Melissa. Con gran cuidado Kima retiró la tela que cubría la caja de fina madera de ébano, con gran parsimonia abrió el estuche, liberó delicadamente el compartimento donde se encontraban ordenadas por su color las insólitas perlas que descansaban sobre un paño de terciopelo muy oscuro, inmediatamente retiró el separador del compartimiento opuesto, cerró la caja y se la entregó a Sophia.

Tal como se lo había explicado Kima, Sophia movió con un suave vaivén el estuche escuchando con cierta curiosidad el sonido que hacían las perlas en su interior. Después de hecho esto, Kima tomó la caja teniendo precaución de no mover las perlas del nuevo lugar que habían adquirido. Abrió el estuche y colocó el separador para sostener las perlas en su sitio. Inmediatamente se las mostró a Sophia. En ese instante, la luz del sol que entraba por las ventanas del jardín interior se apagó, una ráfaga de viento helado penetró hasta el interior de la habitación agitando las hojas de los libros y desperdigando todos los papeles que se encontraban sobre un escritorio. Las plantas del invernadero hacían un ruido insoportable agitándose unas contra otras. Algunas estanterías cayeron al suelo ocasionando graves destrozos.

Kima abrazó a Sophia, ambas sintieron con tal fuerza la borrasca que fueron a parar a una esquina del único muro que permanecía aún en pie. El techo se había desprendido y volaban por los aires las gruesas paredes del Uraniborg. La neblina de polvo hería sus ojos y no les permitía ver nada a su alrededor. El olor a tierra húmeda penetraba en cada uno de los poros de su piel cuando sintieron que había comenzado a llover. La gente corría por todas partes recogiendo cualquier cosa que pudiera serle útil para resguardarse, otros simplemente eran salteadores que hurtaban sin pena los objetos de valor. Sophia estaba horrorizada, un terrible dolor le punzaba en la cabeza mutilándola con un ruido rítmico, profundo e insistente.

Un criado apremiaba tocando la puerta de la habitación cada vez con más fuerza. Por fin ambas lograron salir del sopor pudiendo incorporarse, Sophia abrió la puerta mientas Kima permaneció a distancia sin poder escuchar lo que brevemente conversaron. ¡Debes irte! Le dijo sin más. La esposa de Juanjo Vivot empacó sus pertenencias, cuatro horas después las mujeres se despedían. En el acceso de servicio del centro de investigación astronómica un carruaje recogió a la joven mallorquín que se sorprendió de ver en el interior del coche a su sirvienta Fennia.

Después de casi dos semanas sufriendo un sinnúmero de vicisitudes durante el viaje desde la isla danesa de Hven, Kima y su sirvienta se encontraban a tan sólo unas horas de la ciudad de Leipzig. El camino le resultaba tan tortuoso como todas las interrogantes que se acumulaban en sus pensamientos. Hacía más de tres semanas que no tenía comunicación con su esposo desde su repentina desaparición la Noche de Gala, donde se habían visto por última vez en el salón principal del Uraniborg. Sophia había sido muy cautelosa. Tanto para arreglar el viaje en absoluto secreto, como en la silenciosa actitud respecto a cualquier información que pudiera aclararle lo ocurrido aquel día. “Él tendrá que explicarte muchas cosas” fueron sus últimas palabras cuando se despidieron.

Trató de dormir ignorando el monótono trotar de los caballos y los saltos repentinos que de cuando en cuando se sentían con brusquedad al pasar el carruaje sobre las continuas abolladuras del camino. Con el sopor de la tarde llegaron al pórtico de la estación de viajes Ausflug. Fennia la ayudó a bajar del coche, se sentía terriblemente triste y abandonada. Miró a la multitud que se congregaba en los alrededores tratando de reconocer a Juanjo. Solo una veintena de comerciantes criptojudíos y algunas mujeres con niños, se arremolinaban en espera de ascender a los coches que pronto saldrían hacia Hamburgo.

Se sintió devastada en el mismo punto de partida donde hacia poco tiempo, tanto ella como Juanjo su esposo y Guillermo Doménech, habían finiquitado los planes para recuperar el enigmático manuscrito de Gadea. Qué lejos estaba de pensar siquiera que el preciado documento se encontraba ya en manos de un famoso alquimista checo, llamado Jacobus Horcicky de Tepenecz quién por conducto del emperador Rodolfo II intentaba realizar su traducción. Sumamente afligida se sentó en una banca a esperar que algo sucediera. Señora Kima… Señora Kima Vivot, escuchó un par de veces que alguien la nombraba. Volteó sorprendida. Era un mozo bastante joven que le indicaba un carruaje que la llevaría al encuentro de su esposo.

EL LAGO MARKKLEEBERG

  El cochero a paso lento del trote de los caballos, se internó por un camino de tierra en tan mal estado que hubo necesidad de cerrar las ventanas para evitar ahogarse con el polvo. Por fortuna una hilera de árboles corría paralela al camino dándole una agradable sensación de frescura a la tarde que comenzaba a declinar. La luna los seguía iluminando el rústico sendero que en un momento dado, se fue aproximando a la orilla de un tranquilo lago, donde justo al centro, el majestuoso astro se había detenido. Minutos más tarde, entre la oscura arboleda que se veía en las inmediaciones, destacaba una pequeña edificación de cuyas ventanas escapaba la luz mortecina de las velas.

Los caballos relincharon cuando el cochero jaló las riendas para que se frenaran. Dösen era una antigua posada que en sus tiempos de gloria había albergado a los caminantes que transitaban por el viejo camino, desde las proximidades del lago Markkleeberg hasta Leipzig. Los propietarios, un matrimonio ya mayor, recibieron a las mujeres. Kima fue conducida a la habitación de Juanjo, tocó varias veces y al no recibir respuesta abrió la puerta. Vio a su marido profundamente dormido bocabajo, en una cama tan desprolija y rodeado de tal desorden que sintió verdadera pena por el hombre.

Lo tocó varias veces para despertarlo, cuando Juanjo se incorporó, se sobresaltó al ver a Kima. Se abrazaron y lloraron como niños, las palabras en ese momento salían sobrando, al fin estaban juntos nuevamente. Sin percatarse ellos, en ese momento entró Doménech haciendo gala de celebraciones. Retiró la ropa amontonada de una mesa y colocó algunas viandas, copas y unas botellas de vino. Bebieron sin medida hasta el amanecer. Apenas entraban tímidos los primeros rayos del sol por la ventana cuando despertó kima. Una terrible punzada le cortaba la cabeza, estaba sola y completamente desnuda. Se levantó con cierta dificultad, apenas si pudo caminar hasta la ventana. Vio a lo lejos, en el muelle del lago dos siluetas que correteaban una tras de otra completamente desnudas, no lo dudó ni un instante, eran Juanjo y su inseparable amigo Guillermo Doménech. No pudo más, cayó repentinamente de bruces en el suelo.

Una semana después se recuperaba bajo los cuidados solícitos de Fennia. En mal momento, por una notificación urgente se enteró de la grave enfermedad que tenía al borde de la muerte a su padre el ilustre artista e impresor Antonello Guinelli. Tres semanas más tarde partirían ambas mujeres al pueblo de Almagro, ubicado en la Ciudad Real de las tierras de Castilla la Mancha donde se encontraba la antigua propiedad de su abuelo Georg Ancarola, quién había muerto cinco meses atrás. La propiedad la había heredado su madre y toda la familia se había ido a radicar a la hacienda del difunto. Juanjo Vivot acordó reunirse con su esposa meses más tarde. El cartógrafo recientemente se había comprometido con gente del gobierno para la elaboración de algunos mapas de la región. Juanjo Vivot jamás regresaría a España.

Atrás quedaba Dösen con su posada hundida en la espesura de los árboles. El recuerdo de Juanjo agitando su mano fue una premonición ineludible, nunca pudo recordarlo de otra manera menos dolorosa.

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