LA ISLA DANESA DE HVEN (capítulo 31)



PRAGA MÁGICA

Días previos de su partida a Dinamarca, Kima seguida de Fennia y de Mengué, paseaba por el estrecho y concurrido Callejón del Oro, admirando las casitas de colores alegres y vibrantes, donde se asentaban ciertos personajes estrafalarios que nutrían a la Praga mágica y esotérica de la época, e igualmente a un número importante de guardianes del castillo, quienes además se desempeñaban como artistas, artesanos y orfebres para completar sus escasos ingresos.

Subiendo la escalinata de esta pintoresca calle se vio parada frente a la puerta del taller de un maestro carpintero. En ese instante le surgió la idea de adquirir un estuche para guardar las perlas que heredara de su madre, y ésta, a su vez de su abuela Melissa, quién las recibiera de manos del propio Magíster Prinio Corella en su lecho de muerte. Sin gran problema trazó un diseño poco convencional y solicitó al dueño del negocio, que el embalaje fuera realizado en madera muy fina de ébano negro. El interior de la caja tendría dos largos compartimentos idénticos y opuestos, delimitados cada uno por un separador movible que se podía ajustar a conveniencia. En el mismo lugar adquirió algunos trozos de cedro singularmente aromático y muy cerca de ahí, un paño de terciopelo muy oscuro.

Partieron una mañana al despuntar el alba, el viaje comenzaba a ser agotador y una incierta pesadumbre se reflejaba en el rostro de los tres viajeros, que en silencio compartían el lujoso interior del pequeño carruaje. Kima recostada en el sillón ubicado a espaldas del cochero parecía dormitar, mientras veía de reojo a su esposo y a Doménech ausentes con la vista fija en el paisaje, que amanecía un tanto fresco y húmedo tras la ventanilla.

Los contratiempos del ruinoso camino y la lluvia anticipada del mes de junio a ratos persistente, llenaban de melancolía el lento y áspero ritmo de las ruedas, que junto con el trotar acompasado de los caballos sobre el sendero cenagoso, creaba una extraña sensación de abandono y somnolencia.

Llegaron a la pequeña ciudad de Leipzig, donde crecen los árboles de tilo y el tiempo perentorio se suspende en sus ramas de tupido follaje. Kima y Juanjo Vivot recién arribaron, vieron partir ese mismo día desde el pórtico de la estación de viajes Ausflug, a su amigo el cartógrafo en una concurrida diligencia, donde un grupo de comerciantes criptojudíos, provenientes de la península ibérica, inmigraban a la creciente y próspera ciudad de Hamburgo.

Guillermo Doménech conforme lo previsto por Vivot, su esposa y él mismo, se adelantaría en el viaje al Castillo de Urania encubierto con la fingida personalidad de un erudito en criptografía y artes ocultas. El plan apenas bosquejado durante las horas de tedio iniciaba a partir de ese instante, y sin medir lo peligroso de la empresa, los tres se abocaron cada uno a su preciso cometido.

El matrimonio se hospedó en la habitación principal del segundo piso de una tranquila hostería, en las inmediaciones de una villa alejada de la populosa zona de comercio. Juanjo Vivot mientras tanto, se recreaba paseando por los alrededores después de tramitar ciertos asuntos legales en la oficina de la aduana, al tiempo que Mengué hacía las diligencias para cambiar los caballos y supervisar algunos arreglos apremiantes, que requerían ambos vehículos del transporte.

PRECEPTO CARDINAL

Kima ensimismada en el estuche de madera, ajena a los primeros rayos del sol que penetraban cálidos por la ventana después de varios días grises y melancólicos, se daba a la tarea de forrar el interior del empaque con fino terciopelo. Una modesta réplica de la prodigiosa revelación que experimentara en su habitación de Pollença, comenzaba a tomar forma cuando trazó en el borde postrimero de la parte interna de ambos compartimientos, los cinco sectores que representaban por su color el correcto ordenamiento de las cuarenta y cinco perlas. Las primeras nueve divisiones las pintó de negro. A continuación dispuso el color azul índigo, seguido del rojo tornasolado, e inmediatamente iluminó el tramo del verde cerúleo y al final la sección de los nueve segmentos blancos.

Al terminar dicha labor procedió con suma displicencia colocando una a una, en el orden riguroso todas las gemas en un compartimiento que denominó “Precepto Cardinal”. Dejó los compartimientos opuestos abiertos, cerró el estuche y lo agitó con cierta sutileza inclinándolo hacia el sector que denominó “Precepto Incidente”. Esta acción la repitió cientos de veces registrando en su memoria los desenlaces de cada evento. No tardó en comprender que un mecanismo aparentemente azaroso, actuaba con determinado rigor en el nuevo acomodo de las perlas como si contaran una historia.

Pamela releyó varias veces el último párrafo, no recordaba haber visto las marcas de color en ninguno de los dos compartimentos del estuche que ella atesoraba, de tal modo se levantó de su asiento, se dirigió hacia la cómoda ubicada en su estudio, tomó la llave, abrió una gaveta y sacó el empaque de Sincronía. Apartó con sumo cuidado la tapa y los billetes impresos dejando vacío el espacio contenido entre ambas secciones destinadas a las perlas. Retiró los separadores que las contenían y por último extrajo cada una de las redondeadas gemas. Fijó su vista en el tope de cada compartimiento y efectivamente pudo distinguir las tenues coloraciones que sobre el terciopelo a lo largo de varios siglos aún perduraban. Más aún, logró distinguir con la ayuda de una lupa dos débiles marcas, casi imperceptibles, eran dos pequeñas letras dibujadas respectivamente en cada una de las secciones: PC y PI que indicaban sin lugar a dudas el inicio y el final de la trayectoria que las concreciones realizaban en el interior del embalaje.

kima sujetaba entre sus manos el estuche de madera revolviendo las perlas tras el suave vaivén, que inducía con rítmico y acompasado movimiento del oscuro y portentoso cofre. Con los ojos cerrados y el cadencioso chocar de las gemas que a ratos, vertiginosas acentuaban su caótico sonido, advirtió a su alrededor, como se iban generando sorpresivas y nítidas imágenes claramente perceptibles, impactadas en el interior de la pequeña habitación.

La joven mujer, consternada e incrédula, percibió el correr atropellado de la gente. Hombres y mujeres por igual entre gritos desordenados, dando tumbos junto a los puestos de hortalizas y frutas, mientras rodaban por el suelo las canastas de mercadería entre las patas de los corceles, que presurosos se aproximaban a la céntrica hostería Eliska.

De un caballo marrón desmontó con un certero brinco Ondrej Kucera desenfundado su pistola y expedito tras de él, tres robustos hombres le siguieron hasta la puerta del establecimiento. Minutos después se escuchó un disparo. Un destello luminoso borró las imágenes en el instante que Juanjo Vivot entraba a la habitación donde Kima permanecía aún perpleja.

LA ISLA DANESA DE HVEN

La isla danesa de Hven a lo lejos parecía un enorme promontorio de tierra poblado con escasa vegetación. Tan sólo una mancha verdosa resaltaba de las azules y nítidas aguas del apacible mar. El mediodía era cálido pero una imponente nubosidad que se movía con la fuerza del viento hacía suponer que en breve la lluvia caería antes de que ellos pudieran pisar la escollera del puerto.

Kima aspiró ávidamente cuando sus pulmones se llenaron del aire marino, que en su natal Pollença, le fuera el hálito cotidiano de sus nostálgicos días en Mallorca. Evocó a sus padres y a sus medios hermanos en las actividades cotidianas de la hacienda donde había pasado los mejores años de su existencia. Que ajena estaba de los trágicos incidentes que habían alterado por completo la tranquilidad y el bienestar de su familia. Supuso que pronto la aventura meses atrás iniciada, estaría próxima al final y que pronto todo volvería a la normalidad de su vida cotidiana al lado de su esposo, encontrando de nuevo la paz de una existencia sosegada.

Algunos ilustres astrónomos junto a un ruidoso grupo de jóvenes estudiantes más ciertos personajes un tanto sombríos, esperaban al igual que ellos pisar tierra. En la cercanía de la isla iban apareciendo en el paisaje una multitud de casitas alineadas y en la playa se podía observar el trajín cotidiano de los pescadores con sus redes tendidas al sol y sus barcas y bateas llenas de peces.

EL CENTRO ASTRONÓMICO

Al desembarcar, desaparecieron las nubes y el sol se instaló a plomo sobre sus cabezas. Varios carruajes esperaban a los visitantes que tan pronto estuvieron acomodados en los vehículos, partieron presurosos hacia el enigmático y famoso centro de investigación Uraniborg, también conocido como castillo de Urania en honor a la musa de la astronomía. El camino un tanto monótono se repetía entre pequeños sembradíos y granjas dispersas donde correteaban los chiquillos junto a los animales domésticos y los perros guardianes que protegían las modestas aldeas.

Una hilera de árboles a ambos costados del camino anunciaba la proximidad del Centro Astronómico. Pronto apareció ante su vista la cúpula principal del observatorio coronada por un imponente satélite metálico que espejeaba con los rayos del sol. Pequeñas cúpulas y torres ungidas de techos puntiagudos pintados de azul intenso, resaltaban contrastando con el bermejo color de los ladrillos de la fachada. La construcción soberbia y elegante, con marcada simetría bilateral representaba en toda su magnitud la piedra angular de su creador, el ilustre astrónomo Tycho Brahe. Toda la edificación rodeada de jardines estaba sitiada por una enorme pared de más de 5 metros de altura.

El acceso al observatorio era por una estrecha entrada situada en uno de los vértices de la singular barda de forma cuadrada, que en cada uno de sus cuatro lados albergaba una saliente con forma de media luna donde se destacaba un hermoso quiosco, rodeado de enredaderas y flores que invitaba a la paz y a la profunda reflexión sobre los astros del firmamento.

Los carruajes pasaron inspección en la puerta de acceso y se aparcaron en las inmediaciones de una caballeriza, donde algunos mayordomos del centro de investigación astronómica esperaban a los visitantes, los cuales eran conducidos a diferentes pisos del castillo según su jerarquía e importancia, relativa a las actividades que habrían de desempeñar durante su estancia en el observatorio. Por esas fechas el Uraniborg estaba saturado de investigadores y estudiosos de la bóveda celeste, motivo por el cual Juanjo Vivot y Kima fueron asignados a diferentes dormitorios. Al esposo de Kima le tocó compartir una habitación del tercer piso junto con cuatro estudiantes de la Universidad de Europa Central provenientes de Praga.

Kima fue asignada a una agradable alcoba del piso principal donde se alojaba de fijo nada menos que la hermana Sophia de Tycho Brahe, quién se destacaría como alquimista y consumada astróloga en los últimos años de su vida. La habitación era amplia y bien iluminada a pesar de que no tenía ventanas que daban al exterior. Un jardín interior poco inusual dotaba de mucha luz el aposento, que además contaba con un gran salón lleno de libros y documentos rigurosamente ordenados en varias estanterías. Kima hojeaba distraídamente un libro con dibujos hechos a mano sobre plantas exóticas de hortalizas, cuando la sorprendió la silenciosa y serena presencia de Sophia. Ambas mujeres se vieron en silencio y presintieron desde ese momento que habrían de compartir una gran amistad, que se fortalecería con el tiempo hasta el final de sus vidas.

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