EL PASADIZO SECRETO (capítulo 18)



EL AROMA PERFUMADO DE LOS AZAHARES

En la época justa de floración el viento disemina el aroma perfumado de los azahares por toda la comarca de la hacienda, inundando a lo lejos con el fresco efluvio las tranquilas callejuelas del pueblo de Pollença, y aún más allá de la distancia, desde alta mar, en la cubierta de los barcos se aspira el aroma de las flores. Georg y Catalina a bordo de una imponente nave comercial sobre las aguas del mediterráneo, ven alejarse los riscos encumbrados de la sierra Tramuntana y con ellos abandonan en la isla sus viejos recuerdos que se desvanecen para construir un nuevo horizonte.

En el prístino pasado de la memoria queda la presencia del primero de los Ancarola originario de Brescon un puerto al sur de Francia. Célebre aventurero insensible y en más de una ocasión brutalmente bárbaro quién se había asentado doscientos años atrás al noreste de la isla de Mallorca. Años más tarde su único hijo que le sobreviviera, Gaspar Ancarola, apodado el granjero limpiaría la mala imagen de su padre transformando los campos salvajes y rústicos en las más prodigas tierras de labranza. La generosa plantación del granjero se convertiría muy pronto en las manos de su hijo Ulrich en el más pujante comercio de la región que no tan sólo se limitaba a la mercadería de los productos del campo.

Por primera vez en la historia de los Ancarola las mujeres de la familia aportarían su fatigoso trabajo y creatividad para fundar y emprender una gran industria. Ahora Georg, el último de los Ancarola amasaba para sí una vasta fortuna que junto con las familias de los Fugger, los Médicis y los Welser constituían el grupo prominente de banqueros capaces de influir en las grandes decisiones políticas de la época. Así, el último de los Ancarola veía crecer como la espuma sus aspiraciones comerciales al extender sus inversiones en el mundo de la minería, las especias, las propiedades inmobiliarias y las gemas.

Su esposa, la astuta Catalina experimentaba en lo más íntimo de su ser un regocijo triunfal al acceder repentinamente en la selecta jerarquía de las damas encumbradas de la alta sociedad. Confiaba en su porte agradable, en su capacidad de escuchar y guardar silencio cuando era necesario y naturalmente en su inusual y exquisita belleza. Ataviada con un elegante vestido de damasco, cubría con las amplias y largas mangas de una blusa de seda sus delicadas y blancas manos, llevaba descubierta la cabeza ondeando el cabello rubio y rizado que volaba al vaivén del viento sobre la cofia tersa de una ligera capa. Sentía la brisa del mediterráneo acariciar su rostro mientras sus pensamientos se posaban en las hermosas comarcas de Almagro donde su esposo había adquirido una fastuosa residencia.

Tan pronto llegaron a la finca Catalina tomó las riendas de la propiedad haciéndose personalmente cargo de cada uno de sus exquisitos espacios interiores y exteriores. Temprano en la mañana paseaba por el jardín y el huerto, supervisaba la cocina y el almacén de los víveres cuya única llave llevaba invariablemente colgando a su ajustada cintura. El recinto de almacenamiento estaba siempre custodiado y en su interior en extremo pulcro y con riguroso orden se guardaban los granos de cereales y legumbres secas como el garbanzo, las alubias, lentejas y las habas que descansaban en enormes sacos sobre tarimas apoyadas en el reluciente piso de cerámica.

Del techo colgaban enormes ristras de mortadela, salchicha y morcilla que junto a los jamones, el tocino de puerco y las vejigas llenas de unto creaban un ambiente inigualable para el gusto de la vista y el olfato embelesando plácidamente los sentidos. Recipientes llenos de higos, alcaparras y aceitunas se guardaban junto a las repisas cargadas de quesos parmesanos puestos hábilmente a madurar en el extremo opuesto de los enormes barriles de pescado y carne conservados en sal. Catalina supervisaba la entrada y la salida de cada uno de los víveres, de los frascos de confituras, de las ánforas de miel, de los recipientes de jalea, de los cestos con almendras, dátiles y pasas, castañas y nueces. Todo, absolutamente todo, incluyendo las reservas de vino del país y el extranjero se encontraban encerrados bajo la gran cámara abovedada, suficientemente seca y agradablemente fresca como aprendiera Catalina desde hacía poco más de veinte años de las incansables mujeres de la hacienda, Melissa y Apel.

UN HERMOSO CUADRANTE CON BRÚJULA

En el muelle sigue la vida bulliciosa del puerto de Pollença y a lo lejos en el horizonte azul del mediterráneo, como un barquito de papel se aleja la nave llevándose al último de los hijos de la viuda Ancarola. Apel se persigna varias veces haciendo la señal de la cruz para que Georg y Catalina lleguen con bien al próspero pueblo de Almagro, ubicado en la Ciudad Real de las tierras de Castilla la Mancha. Aunque sabe que el viaje por mar es corto, cierra los ojos con fuerza porque no quiere pensar en naufragios, ni piraterías. Respira hondo mientras toma fuertemente del brazo a Melissa quién está por cumplir setenta y cuatro años.

Gadea sigue de cerca a las dos mujeres que han sido el fundamento afectivo de toda su joven vida. Tras un breve recorrido por la zona costera, bajo el cielo apacible del mes de julio las hermanas Ferrater son saludadas con reverencial respeto por los lugareños y la gente venida al puerto. Las dos mujeres se adelantan mientras Gadea se entretiene con un comerciante extranjero que le quiere vender un raro artefacto. Vicente de Rusiñol, quién actuara como administrador de la hacienda desde hacía más de diez años, se percata de las intenciones del desconocido y toma cartas en el asunto.

Demasiado tarde porque Gadea se muestra muy interesada en el objeto. Una pequeña caja rectangular de oro reluciente, con un bello grabado de formas arabescas en la parte superior de la tapa, guarda en su interior un hermoso cuadrante con brújula. Era la primera vez que ella veía un reloj de sombra portátil tan pequeño que podía guardarse en un discreto bolso. Rusiñol insta amablemente al desconocido para que se retire. Las criadas que cargaban sendas canastas con pescado y ostras y que guardaban cierta distancia de sus amas se acercan al grupo que había reunido ya varios curiosos. No se hicieron esperar Apel y Melissa que voltearon atraídas por la algarabía y el tumulto.

Rusiñol bastante contrariado les explica a las señoras lo que está ocurriendo. Apel se acerca a Gadea y le dice quedamente. –Debemos irnos. Las dos mujeres se apartan de la muchedumbre mientras Melissa le da instrucciones al encargado para que realice la transacción comercial del hermoso reloj de sombra que Gadea había guardado ya en uno de los bolsillos de su amplia falda. Desde el carruaje Gadea voltea para ver al extranjero, siente por primera vez que aletean mariposas en su estómago, su mirada se cruza a lo lejos con una sonrisa gloriosamente angelical que le dedica Antonello Guinelli, la única persona en el mundo que sería capaz de darle sentido a su sorprendente vida.

Tras el inesperado incidente en el puerto las tres mujeres viajan en silencio de regreso a la hacienda. Apel piensa en Ulrich, lo recuerda con su gastado sombrero ancho y la holgada ropa de campo labrando el huerto mientras los gemelos André y Joan junto a Joaquím corretean unos gansos cerca de la improvisada cuna que permanece a la sombra de una techumbre. Ella se ve joven y frágil al tiempo que teje unos zapatitos de estambre para el pequeño Georg quien duerme plácidamente. Una lágrima rueda por su mejilla, sabe que el tiempo pasa sin tregua y piensa que es momento de que Melissa hable con su hija.

Tan pronto llegan a la hacienda Apel se disculpa, desea descansar, le sugiere a su hermana que de un paseo con Gadea. Nuevamente en el carruaje Melissa le pide al cochero que se dirija hacia la mezquita. Habían pasado cuarenta y cinco años desde la última vez que sus ojos vieran la antigua edificación musulmana. Apenas era posible reconocer los bordes de la fuente del patio central del oratorio que se había roto con la fuerza de las raíces de un enorme árbol, la vegetación había crecido indiscriminadamente cubriéndolo todo como si el tiempo quisiera borrar lo acaecido con verde perenne.

EL ESPLENDOR DE TIEMPOS PASADOS

De la galería de los cadáveres aún quedaban algunos muros que un tanto demacrados no obstante mostraban la suntuosa decoración bizantina para que Gadea pudiera imaginarse el esplendor de tiempos pasados. Habían sucumbido al tiempo la torre del alminar que permanecía casi inalterable al igual que algunas arcadas del segundo piso. Nada quedaba ya de la mampostería del púlpito, ni de la hermosa escalera ornamentada. El pretil de hierro fundido con motivos vegetales estaba cubierto de una densa madreselva que fue necesario que Gadea y Melissa forcejearan durante largo rato para poder liberar el mecanismo oculto de la puerta. Finalmente dieron con el anillo móvil, cuando lograron zafarlo, estrepitosamente se escuchó el sonido áspero y crujiente de una puerta corrediza que dejaba al descubierto el pasadizo secreto.

Un ligero olor a musgo salió de la cavidad por donde penetraron los rayos cálidos del sol. Gadea se aprovisionó de la lámpara de aceite que habían llevado y con gran entereza fue la primera en bajar. La joven tardó en percatarse de que aún después de recorrer cierta distancia en el interior del túnel la luz del día seguía iluminando el pasadizo. Melissa reconoció los objetos de la primera cámara que permanecían inalterables tal cual como ella los hubiera dejado años atrás. Los atriles para el Corán y los muebles de madera tallada asombrosamente se veían libres de polvo y telarañas al igual que los pebeteros, la cerámica, las piezas de orfebrería, el arcón repleto de cosas diversas y cada uno de los objetos que ahí se encontraban parecían relucir ajenos a los efectos del tiempo.

Gadea se aproximó a un cofre por donde asomaba un lienzo de seda, tocó delicadamente el género y sintió la tersa suavidad de la tela al contacto con sus dedos. Estaba tan fascinada con todo lo que sus ojos veían que siguió el recorrido por el túnel olvidando tras de sí la lámpara de aceite. Cuando llegó a la biblioteca se percató que Melissa exploraba las estanterías como si buscara alguna obra en particular, la vio tan absorta que no quiso interrumpirla.

  A Gadea le parecía extraordinario que en un solo lugar hubiese tantos libros, en su casa no había más de tres o cinco y nunca había mostrado interés por ellos, pero en ese momento, alguna extraña circunstancia le provocaba el tremendo anhelo de leerlos todos, más aún, sintió el profundo deseo de poder escribir un libro, no obstante que su incapacidad para socializar la habían recluido todos esos años en la hacienda limitando sus escasos estudios a las enseñanzas que le impartiera su tía abuela.

La joven examinaba los enigmáticos ejemplares con ávido interés, en particular aquellos que tenían dibujos y signos extraños que ella no comprendía, se dio cuenta que las ilustraciones eran parcialmente suficientes para expresar algunas ideas sobre las personas, los animales o la tremenda cantidad de cosas trazadas en los textos que ella intentaba vislumbrar, de tal modo suponía que muchos pensamientos o asuntos particulares debieran contener aquellas elegantes letras garigoleadas.

Iba a preguntarle a Melissa con cuántos signos puede expresarse una idea pero al voltear a la estantería la anciana ya no estaba ahí. Melissa se había adentrado por el túnel hasta llegar a la galería de “Las lajas de los santos difuntos” caminó imperturbable a lo largo de las mesetas pétreas rozando con su mano extendida las pilas de roca, y al no advertir la presencia de los monjes ni la del magíster Prinio Corella se siguió de largo hasta llegar a la última galería que relataba a través de las pinturas murales la historia de la mezquita. Arriba de un bastidor vio encaramado al místico Ibn al-jarim quién en ese momento retocaba los bigotes encrispados de Jeremy Ancarola montado en un tremendo y bestial corcel.

Melissa avanzó inconmovible hasta llegar al extremo del túnel, el aire fresco y la brisa le anunciaron la cercanía de las aguas del mediterráneo. Desde la boca de la caverna se arrastró por la espesa vegetación asiéndose fuertemente de las rocas, las ramas y las raíces expuestas de los árboles. Penosamente llegó a la playa y sin darse tregua se enfiló hacia el puerto de Pollença. Era tarde, la actividad del muelle había cesado, solo unos albatros revoloteaban por el cadavérico cielo mientras la mayoría descansaba como tótems espigados sobre tocones que despuntaban de las aguas del amarradero.

Sin descansar, con los pies adoloridos y las ropas ajadas avanzó a lo largo del paseo del malecón urgida de una prisa sobrehumana que la obligaba a seguir hasta el pueblo. Entró por la Purísima, la calle principal del villorrio apenas iluminada con la tenue luz de los faroles. Cruzó con premura el barrio de Hortelanos de cuyas ventanas algunos mesones y tabernas dejaban escapar el fulgor de una llama cerúlea, amarillenta y mortecina. Con la respiración entrecortada se detuvo un instante cuando divisó la torre de la iglesia de la Asunción, cortó camino por el callejón de Tejedores y caminó lentamente, casi arrastrando sus delgadas piernas hasta llegar a la plaza de las Palomas, donde encontró una banca cómoda para pasar la noche.

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